Un olor a tostada, el tic-tac
del molesto, un trozo de papel
olvidado en la mesa,
el ronroneo de una gata ensoñada:
“la caricia inherente”, según Eduardo.
Una puerta, una ventana,
una llave quieta, lejana, su tenue sombra;
una gota que no cesa, y mi voz
evaporándose mientras la casa
se reúne, se dispersa, regresa.
(Polvo de ladrillos, 1996)
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